Mi puerta estaba siempre abierta para ti,
incluso cuando yo no estaba
dejaba las llaves colgando de un clavo
para que pudieras entrar.
Me gustaba verte en la cancela
y respirar ese olor a prado y a tabaco
que siempre te precedía.
Recuerdo como la luz del mediodía
dibujaba tu silueta al abrir el portón,
y el ladrido de tu perro
que siempre era el primero en saludar;
la forma en como movía el rabo
buscando alguna golosina
en los bolsillos de mi delantal.
Recuerdo el cosquilleo de tu barba
y la árida rudeza de tus manos curtidas
por años de trabajo en el sembrado;
La dulce música de Chopin
que arrancabas a las teclas del piano,
de ese piano viejo que fue de mi madre
y que nadie había tocado en años
hasta que llegaste tú.
Recuerdo el porche y la mecedora
y nuestras conversaciones sobre Lorca y Pirandello,
con un vaso de té helado al caer la tarde.
Nunca me dijiste de donde venías,
cual era tu patria o sí tenías familia,
nunca supe quien eras realmente
y tampoco te lo pregunté.
Adivinaba en ti un pasado lejos de los campos de cultivo,
más propio de un maestro o un poeta.
Había en tu porte algo distinguido
a pesar de tus ropajes desgastados.
La mirada huidiza de tus ojos,
siempre alertas a cualquier movimiento,
me hizo suponer que huías de algo,
o de alguien, o tal vez de las dos cosas.
El azul, el profundo azul de tus pupilas
destellaba en tu rostro
como el sol hace brillar al mar cuando se pone.
Tu voz cansada, rota y a veces muda,
con esa entonación de cierrabares
que yo también conocía,
no en vano mi padre fue experto en esas lides.
Todo el mundo supuso que éramos amantes,
incluso yo llegue a creerlo en algunos momentos
aunque nunca cruzamos besos ni caricias.
Me sentía más cerca de ti de lo que nunca estuve de nadie.
Me gustaba cuando me leías al abrigo de la chimenea
y cuando al llegar el otoño íbamos a recoger setas
entre hayedos y robledales.
Yo cocinaba para ti las trompetas y los rebozuelos
y su dulce aroma afrutado se mezclaba
con el de las rojas bayas de los arándanos
y las grosellas de mi jardín.
Luego, al llegar la noche, tú regresabas a tu casa,
apenas unos metros distante de la mía,
y yo me quedaba en la ventana
viendo a Canelo correr entre tus piernas.
Entonces llegaron ellos,
con sus perros de presa y sus miradas hoscas.
Te sacaron a rastras de tú casa
con la camisa rasgada y el rostro roto.
Yo quería correr hacía allí
pero vi tu mirada de suplica
diciéndome que no lo hiciera
y el miedo hizo el resto.
La última vez que nos vimos,
entre paredes sucias y mal encaladas,
con una reja de por medio,
supe que te habían vencido pero no doblegado.
Tu espíritu seguía intacto
habitando en un cuerpo desnutrido.
Al día siguiente, de madrugada,
me acerqué hasta la tapia
que separa la iglesia del penal
y allí, junto a otras mujeres, madres y esposas,
esperé hasta que las campanas tocaron a muerto.
Oímos el estallido de los disparos
como una traca de fuegos artificiales
en la fiesta del Patrón.
Luego se hizo el silencio
mientras las lágrimas anegaban los rostros desconsolados
de los allí presentes.
No hubo gritos.
El dolor era tan intenso que el aire no traspasaba las gargantas.
Y del mismo modo que habíamos llegado
nos fuimos alejando,
cada cual con su angustia a flor de piel
pero sin dejar que atravesara nuestros labios.
Y se acabaron las risas
y el sonido del piano
y el aroma de las setas
y las lecturas junto a la chimenea
y Canelo ya no meneaba el rabo.
Texto e Imagen de Conchita Meléndez